viernes, 12 de septiembre de 2008

Ciclos


El jazmín del país que planté hace dos años a pesar de mí, está floreciendo.
Y digo a pesar de mí porque desde hace un año que a las plantas las riego poco, no les remuevo la tierra ni les pongo fertilizante. Ya no lucho con los yuyos, es más, la perseverancia que demuestran lejos de molestarse ya me produce una cierta admiración.
El conjunto de toda la situación está lejos de ser un paraíso jardineril pero la vida hace su curso, y en cada estación se baja con más puntualidad que los trenes del Sarmiento.

Ya no sé si los jazmines me gustan porque me gustan o porque me hacen acordar a mi hermana. El 7 de septiembre hubiera cumplido años, pero murió hace como 30 años, a los 25.
Yo por esa época tenía 9 y gracias a ella, a esa corta edad ya había conocido a Mafalda, a Neruda, a Serrat, y a tanta otra gente aún hoy me acompaña.
Por ella descubrí que la palabra crea mundos y que puede ser más poderosa que la fuerza.
Por ella entendí que por y a pesar de todo, como diría Prevert “hemos de ser felices, aunque más no sea para poner el ejemplo”.

Cuando murió, tenía miedo de que con el tiempo no pudiera recordar su cara y que efectivamente se me fuera yendo. Era chica, pero se ve que ya entendía que peor que la muerte era el olvido.
Hoy, me basta cerrar los ojos, para verla venir sonriendo con su bolso enorme, los jeans y los zuecos de madera, entrando apurada, cargada con los libros de medicina y los apuntes, y en el medio de todo ese tumulto de cosas, sostenido por apenas dos dedos, un ramito de jazmines.

A veces cuando la cabeza me va a mil y el cuerpo está agotado -no es una tarea simple criar trillizos - veo el jazmín y entiendo el perfumado mensaje: la vida sigue su curso. Un curso que es infinitamente más grande que yo y todavía más que mis preocupaciones.

No pude regar.

Ya lloverá, y si no, siempre está el rocío.